Entrada: Crónica del Covid-19 en una vida

Por Fernando Rivera

Y cuando desperté, el aroma de las cosas se había ido. Como si estuviera viviendo un sueño extraño, el olor de la realidad no existía más. Ha pasado una semana desde aquel día que marcó un giro en la manera en que la vida se presentaba ante mí.

Encerrado, el mayor reto es enfrentarse con uno mismo, ese ser al que uno cree conocer completamente pero que, paradójicamente, a veces resulta ser como un extraño.

Y así, entre la señal de la falta del olfato, una llamada a la línea Covid-19 del gobierno federal me permitió hablar con una doctora. De antemano, me advirtió de la posibilidad de que no me hicieran la prueba para detectar la enfermedad en ninguna de las instituciones de salud pública.

Ante eso, un laboratorio privado fue el que arrojó un poco de luz a lo que en verdad pasaba. Dos días después, el diagnóstico positivo llegó, mientras ya me encontraba en un encierro voluntario en la solitaria habitación, usando cubrebocas todo el tiempo, desinfectando cualquier objeto que tuviera la mala fortuna de estar cerca de mí.

Ante los ojos de los demás, pareciera que uno pierde la calidad de persona para ser sustituido por el de foco de infección. Ante los máximos cuidados que tuve a bien llevar a cabo, la incertidumbre de saber en dónde tuvo lugar el contagio alberga una interrogante que es imposible responder.

¿Estaré contado entre los positivos? ¿Los números que anuncia cada tarde Hugo López-Gatell, son los verdaderos? ¿Ya me contarán dentro de esas estadísticas? ¿Habré contagiado a alguien? ¿Fracasaré en este intento de salir adelante? De esta manera, un mar de preguntas surge, cuando la oscuridad se ha apoderado de todo a nuestro alrededor.

Así las cosas, se hace presente el tema del subregistro de casos confirmados. Si las instituciones de salud pública son incapaces de realizar una buena cantidad de pruebas para detectar la enfermedad, o por política así lo han decidido, mucha gente queda en el limbo ante la imposibilidad económica de poder hacerse un diagnóstico en una instancia de carácter privado.

Una semana, y el dolor del cuerpo ha comenzado a ceder. La ausencia de olfato, la pérdida del gusto y una tos punzante insisten en permanecer. Entretanto, la esperanza de poder estar cerca de los míos, mantiene esa llama viva mientras escribo esto. Porque, sin duda, hemos de volver a abrazarnos cuando toda esta tragedia termine. Al tiempo.

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